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La abstinencia de la esperanza

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El sonido de unos pasos tenues, junto con el olor a sereno, me hicieron despertar. Solo, en la cama, presentí, al ver su silueta plasmada en la almohada, la angustia que, seguramente, ella sentía en estos momentos.

Forzando un poco mi vieja espalda, me puse de pie; tome mi saco y cruce la puerta hacia el patio; todo, otra vez, a las tres de la mañana para buscarla. Algo que sería complicado dado a que, tras estas tres semanas, nunca la había encontrado en el mismo lugar.

Como es costumbre aquí, en el campo, nosotros contábamos con algo de ganado y algunos sembradíos. Era necesario buscar en cada rincón; tan lejos de la ciudad la ayuda para encontrar a la gente, a estas horas y tan seguido, es muy poca, por no decir inexistente.

El cielo comenzó a clarearse, las sombras se comenzaban a retirar de entre los matorrales.

Fue entonces, al mirar el tejado, que la ver el techo de nuestra pequeña casa. Me dirigí, algo cansado, hacia allá; para alguien de mi edad es difícil caminar entre posos que hacen los animales, nunca se sabe cuándo uno se puede topar con un nido de serpiente.

Comencé a subir la oxidada escalera y, al llegar con ella, pude percibir como su mente era cautivada por ese sol, que en el horizonte, nacía solo para ella. Tal vez la mejor compañía que nunca ha tenido, incluso mejor que yo.

Le hablé, ella volteó sin reconocer. Era tan fría y lejana como el viento que movía su pelo castaño; como el aire que torturaba y hacía falta a mis pulmones, negros y maltrechos, por fumar siempre en las tardes, todos los días.

Me senté a su lado, esperando a que recobrara la memoria y, así, bajarla con tranquilidad para comenzar nuestro día. Estábamos inmóviles ante aquel alba, como los árboles que en silencio lo aguardan.

Juntos bajamos para comenzar nuestro día.

 Ella comenzó a cocinar, yo tome una ducha, de nuevo la vieja rutina. Cada cierto tiempo ella se perdía en aquel rincón de su ser, que ni siquiera yo conozco, tratándome con indiferencia, o con gritos, o cachetadas. Era un letargo vil, una constancia de pensamientos dolosos sazonando la abstinencia de la esperanza, que en cada ocasión se extendía más. Parecía una maldición: cada día más fiel al verdugo que rechazaba cada caricia de mi mano a su mano; recordando, en su silueta, a la mujer que me alguna vez me amó.

Aún me parece ayer cuando, mientras llovía, nos acurrucábamos en la cama; como su sonrisa clara iluminaba la oscuridad. Así, también, su mirada tan cálida y placentera cuando me tomaba de la mano y me abrazaba y me besaba. Cuando ella era mi luz.

Cualquiera que nos hubiera visto hace cinco meses hubiera imaginado que nuestros papeles serían contrarios: ella cuidándome a mí. ¡Eso es lo que debía pasar, no esto! En realidad nadie esperaba que ella dejara todo para vivir con un aciano al campo.

Sus amigos le decían: “Eres muy joven, deberías de aprovechar más tu potencial y no irte con él”. Pero ella, con treinta años de vida más que yo, abandonó todo por acompañarme.

Ni yo mismo deseaba que estuviera conmigo. Me parecía injusto que ella me eligiera en este momento de su vida, nunca hice méritos para que hiciera esto. Pero su amor tan aguerrido y su obstinación de joven no dejaron salida para mis empolvadas excusas y débiles objeciones.

Anochece, los pájaros cantan, desde el roble, la muerte del día, con la caída del gigante. Nos acostamos juntos y, en un instante de lucidez, me da un beso en la mejilla.

Las horas pasan: Soy víctima del insomnio otra vez. Los pensamientos me torturan con el pasado, siempre con la misma interrogante: ¿Cómo puede ser que un alma tan limpia y llena de luz, fuera tragada de esta manera por la oscuridad?

Los reclamos que mi mente producía variaban en sátira y crueldad. Pero solo uno era capaz de sobrecogerme hasta soltar mi llanto: ¿Fue por estar junto a mí que contrajo esta enfermedad, tan cruel, que no merece ni siquiera la paz que la muerte da a los de su condición?

Imaginarla a ella al brazo mío, como la primera vez, es lo que cada noche me sofocaba lentamente, arrullándome en la amargura y lo salino de mis lágrimas secas sobre las sabanas.

El cielo se empezó a mostrar vivo tras la noche. Mis ojos se abrieron sin poder encontrarla otra vez. Sólo que esta ocasión ya no tenía ánimos, así que fui a ducharme. El tiempo pasó, el sol casi terminaba de salir, cuando terminé de vestirme salí al patio para ir a su encuentro.

Unos golpes en el tejaban me advirtieron de su presencia, aunque me pareció extraño, por primera vez ella repitió el mismo lugar. Subí la escalera y, al llegar, la vi de pie a la orilla del tejaban. Estaba llorando, totalmente alterada.

Intente con gran desesperación sujetarla pero ella empezó a hablar:

-Ya no…

-¿Qué pasa mi cielo? –Pregunté fingiendo una sonrisa.

-Ya no puedo recordarlo, por más que lo miro, no lo puedo recordar. –Apuntaba hacia el sol con la cabeza.

-Ven, si te acercas yo te diré lo que buscas.

-Ya no quiero… Es demasiado. –Exclamo extendiendo los brazos.

Su rostro se tranquilizó, cerró los ojos y con un gran respiro se tiró. Me quedé estático, incrédulo ante lo que veía, era un trance. Al recuperarme baje lo más rápido que pude.

Ahí estaba, tan serena como hacía años no la veía. Acostada sobra la suavidad de un rosal roto, con su pelo bañado de rubí y su cabeza sobre una almohada de granito.

Al fin mi niña podía descansar, lejos del dolor. Apartada del olvido al que había sido presa, por el cual olvido destello de esperanza. Olvido ahora su padre pide a Dios para que le quite el dolor de perder a su hijita de ojos claros.

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